miércoles, 27 de septiembre de 2017

Autoridad en la tarima

(Aunque es un texto antiguo, que publiqué en Escuela en octubre 2009, me ha parecido oportuno recuperarlo aquí ahora).
 

Leo en la prensa del miércoles, 17 de septiembre, que “los docentes de Madrid darán clase en tarimas para tener más autoridad”. ¿Cómo es posible? ¿qué miope y reaccionario concepto de autoridad tienen los gobernantes de esa Comunidad? Al llegar a la Facultad comento la noticia con mis colegas y me informan que hay alguna organización sindical que ve con buenos ojos la medida. Y alguien que debe tener más entrenamiento en la mirada sociológica añade que debe haber una considerable masa social que aplaudirá esa propuesta legislativa. Dice la noticia, además, que la presidenta de la Comunidad elevará el status jurídico del maestro al de “autoridad pública”, al igual que un policía o un juez, de modo que gozarán de “presunción de veracidad”, es decir, que “su palabra tendrá prevalencia sobre la de los chavales”. Al sumergirme un poco más en el tratamiento mediático de la noticia me doy cuenta que el circo está montado: unos que bien, otros que mal, y otros que aprovechan lo del Pisuerga para dar caña: al maestro, a los padres. No hay análisis ni respuestas estructurales, ciertamente, que la época no está para esas seriedades analíticas.  Se citan los informes, y las estadísticas y, como casi siempre, “en España estamos peor”. ¿Qué nos está pasando? 
No me puedo creer que nadie en su sano juicio pedagógico pueda pensar que a un maestro o a una maestra sus alumnos le van a otorgar un mayor reconocimiento y estima porque se suba un escaloncito. En la práctica escolar y en la reflexión pedagógica el concepto de autoridad refiere a una relación de reconocimiento, horizontalidad y apoyo mutuo. Se confiere autoridad a alguien que desde su saber y experiencia nos ayuda en nuestro desarrollo personal y en el crecimiento de nuestra autonomía plena. Tiene autoridad el maestro o la maestra que construye una relación de confianza, facilita el acercamiento personal y abre posibilidades a la comprensión del mundo y de uno mismo en el mundo. Y en esa hermosa relación de autoridad, por cierto, el maestro se educa profesionalmente y crece como persona. Como pueden ustedes imaginar, eso no depende de estar subido a una tarima; es más, la tarima lo dificulta, porque simbólicamente nos aleja –a los docentes- del alumnado. Pero además, esa medida, tranquilamente anunciada a los medios, es un provocador desprecio hacia un largo y esforzado proceso de renovación pedagógica por el que poco a poco, día a día, muchos maestros y maestras han ido dignificando la escuela pública que tan maltrecha nos dejó la dictadura.
Aunque quizá se trate de eso, de un regreso, de una vuelta a un modelo escolar autoritario en el que la voz de mando no podía ser discutida. Un modelo jerárquico y antidemocrático en el que el alumno obedecía sin rechistar al maestro, el maestro al director, el director al inspector, el inspector, que se yo, al Jefe Local del Movimiento. Quizá estén pensando el volver también al castigo físico, a los brazos en cruz. Siempre ha habido comportamientos de indisciplina en las aulas y en ocasiones se producen en algunos colegios situaciones conflictivas y transgresiones violentas. Son hechos preocupantes, ciertamente, que exigen un modo de diálogo, análisis y reflexión, que conduzca a revisar y modificar muchas de las cosas que hacemos en las escuelas. Pero no para volver a propuestas obsoletas. Los maestros que crean que subiéndose a una tarima van a ser más escuchados han perdido la memoria. Todos y todas sabemos muy bien que el clima de atención y respeto que pudimos vivir en el aula con nuestros maestros dependía en mucho de su capacidad para aproximarse con inteligencia y afecto a las particulares biografías, experiencias y deseos que, junto a la cartera con los libros de texto, metíamos en el aula cada uno de nosotros.  
No me resisto a contarles una secuencia de una hermosa película L’école buissonnière, realizada en 1948, en la que se escenifica la vida de Celestin Freinet. El maestro  llega a un pueblecito de montaña y al anunciarse los fríos del invierno reclama al alcalde presupuesto para la leña de la estufa. Como los dineros públicos no llegaban y el frío era intenso un día el maestro decide, en asamblea con los alumnos, hacer añicos la tarima del aula y alimentar con ella la estufa. Pues me parece una sugerente y acertada metáfora.